Día Mundial de la Danza, fecha en que se rinde homenaje a la danza como una disciplina de arte universal y diversa, reuniendo a todos los que han elegido esta forma de expresión sin barreras culturales, políticas y éticas
Por: Arturo Manuel Arias Sánchez
TERPSÍCORE
Pies descalzos, piernas y hombros desnudos, y túnica insinuante sobre el busto, atraparon a más de un espectador; su elasticidad del cuerpo y la suavidad de sus brazos, abarrotaba las salas neoyorquinas de danza de principios de la vigésima centuria de la cristiandad.
Solo la bailarina, en sus ejecuciones, escuchaba la cítara o la lira, según la ocasión en que la pulsara su animadora, inadvertida por su ingrávida presencia del numeroso público, de hombres y mujeres, que atiborraba las salas.
Semejaba una silueta escapada de un ánfora griega que cobraba vida.
Su desplazamiento artístico, casi imperceptible, por el proscenio de la sala de teatro, en estudiado movimiento del cuerpo, hacía brotar su alma a los ojos de los espectadores, en profunda empatía sinérgica.
Con su estilo danzario, mimo-dramático, reñido con la llamada danza clásica, a la que tildaba de antinatural por sus exageradas cinco posiciones, puntas, corsés, zapatillas y rigidez académica, intentaba recrear, con el singular ritmo y actitud que le imprimía a su cuerpo, la naturalidad de la danza de las musas del Parnaso o del Helicón.
En pos de su logro, ensayaba una y otra vez, durante horas enteras, tratando de hallar, sobre los espejos, en su imagen, el punto corporal donde se revelaban sus impulsos anímicos, brotados de lo más profundo de su ser.
Ya en pleno ejercicio danzario, combinaba sus esfuerzos neuro-motores con la sencillez de los efectos de utilería e iluminación del escenario, y con dicha suma, lograr la majestuosidad de su espectáculo, la danza del porvenir, según sostenía.
La ninfa de la lira, Terpsícore, se regocijaba de su dilecta discípula cuando, con sus rítmicas contorsiones, recordaba a aquellas Gimnopedias ancestrales, o las danzas de las comitivas triunfales, o de las funerarias, que muy atrás en el tiempo, deleitaban a los naturales de la ciudad-estado de la Hélade.
Pero los tiempos habían cambiado; además de la danza, embargaba la atención de la escogida bailarina sus inquietudes por la marginación social de la mujer de su época; aspiraba a su redención en el sufragio, hasta entonces derecho exclusivo de los hombres; a la ilustración universitaria, campo vedado a las mujeres; al desempeño profesional de estas.
Con tales propósitos, promovió giras en su país natal y fuera de él, fundiendo sus intereses artísticos y políticos.
Mas, ¡ay de ella! La parca Átropos le tendió una celada y no pudo escapar de la muerte.
Isadora Duncan (1878-1927) fue estrangulada, accidentalmente, por la bufanda anudada a su cuello, cuando una de las puntas se atascó en una rueda en marcha del vehículo que por ella aguardaba.
Tenía 49 años de edad.
Las ninfas no han perdonado a las parcas por tan infausto acontecimiento.