La ciudad donde vuelven mis pasos. Nací en la villa del Espíritu Santo, a la sombra de un lomerío de batallas y a la luz del machete de Serafín. Justamente a finales del verano de 1979 y a la hora exacta en que alguien preguntó: Francisquito, ¿qué hora es?
Yo también vine al mundo un 15 de septiembre; no en Torquay, como Agatha Christie, ni en New York, como Oliver Stone. Nací en la villa del Espíritu Santo, a la sombra de un lomerío de batallas y a la luz del machete de Serafín. Justamente a finales del verano de 1979 y a la hora exacta en que alguien preguntó: Francisquito, ¿qué hora es?
Por ese tiempo comenzaba a circular este periódico y se formaba el Comité Provincial de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac). Eso fue a solo tres años de que Sancti Spíritus apenas se estrenara como cabecera de provincia y poco después de ser declarados Monumento Nacional la Iglesia Parroquial Mayor y el Centro Histórico urbano: mi pedazo de historia, la calle de la casona colonial que cobijó mis primeros sueños y los boquetes de piedras que rompieron las suelas de mi primer par de zapatos.
Cuarenta y dos veranos después veo caer la lluvia de un atardecer y siempre termino evocando el olor a tierra mojada que oxigena las remembranzas de mi adolescencia y niñez. Me veo con solo cinco años, esperando con ansias los domingos de tanda infantil en el cine Conrado Benítez, o sorprendida por los encantos de la fiesta popular más importante del pueblo: el Santiago Espirituano, algo que todavía no comprendía bien, pero que esperaba con gran frenesí.
Viví mi adolescencia disfrutando los tejados de casas coloniales, bautizados por la pasión de Antonio Díaz; de maravillosos mitos de túneles secretos que desembocaban a la orilla del Yayabo, y de güijes que nuestro querido Juan Andrés Rodríguez Paz, El Monje, inmortalizara en sus obras pictóricas.
Crecí caminando sobre las aceras de barro de las callejas sembradas de chinas pelonas. Saltando entre los muros resucitados por la huella muralista del villaclareño Heriberto Manero Alfert, y con la punta de mis dedos al pasar he tocado los nombres de Jorge López, Félix Madrigal, José Perdomo, Julio Neira, Vladimir Osés…También llevo una carta de amor de Liudmila Quincoses revoloteando en mis sandalias y la hojarasca del paseo, una tarde gris que me senté a leer en un banco de pino verde, los versos de Esbértido Rosendi, el Poeta de la Ciudad.
Crecí junto a mi urbe y ella junto conmigo. El tiempo ha modernizado su belleza, pero el río Yayabo sigue siendo su alma. Aún carga sobre sus aguas ese puente de estilo único que seguramente seguirá soportando poderosos huracanes, erguido en su longevidad, fiel a la Quinta Santa Elena, cómplice de un idilio bohemio entre teatro, taberna y guayabera.
Pensar en Sancti Spíritus es volver a degustar el elixir criollo de una vinera con vista a las piedras, donde Hermes Entenza calmaba la sed de sus corceles desbocados después del fuego cruzado entre un lienzo y un verso. Donde Rigoberto Rodríguez, Coco, cortejaba una musa triste, o Dalila se sacaba el frío de su último poema.
Es volver a beber un té bohemio con sabor a casona colonial, cuando Marcos A. Calderón sosegaba los ángeles y demonios de su prosa refinada en una mesa apartada. Es un Julio Llanes volviendo a ser niño entre las páginas de sus libros y un sorbo de tilo, mientras compartía un atardecer con Luis Rey Yero y Juan Eduardo Bernal, Juanelo, quienes solían “enjuagar” sus inspiraciones al final del día con agua de caña santa.
Es volver a tomarse un largo café y tertuliar en La Ranchuelera hasta la madrugada. Y andar la calle Independencia, que ya desde entonces me traía el olor a bulevar, aun cuando al cruzarme con Madrigal no sospechaba estrechar la mano firme que esculpiría sus estatuas.
Es sentarme en la Casa de la Trova y volver a escuchar a Pedro Martínez Arcos presentando un viernes de Serenata. Amanecer en las escalinatas de la biblioteca, disfrutando los acordes reprendidos de Fito, quien ahora canta en otro lugar.
Es descubrir a Remberto Lamadrid desde un balcón de la vieja plaza, buscando el soplo de un contorno hermoso para sus lienzos; la delgadez extrema de Luis García cargando el sobrepeso de su talento y la transparencia heredada de Mario Félix Bernal.
Es mirar a mi alrededor y encontrar a Félix Pestana paseando su pastor alemán con alma de muchacho triste, acompañado del legendario espíritu de Tobeña. A todos los que se fueron, porque siempre retornarán, seducidos por el canto de Teofilito, con un Pensamiento… con el suyo, con el nuestro.
Y envejeceré como una eterna apasionada de mi ciudad y de toda esa gente que no cabe en tan pocas líneas.
La autora es especialista en Investigación en la Oficina del Conservador de la ciudad de Sancti Spíritus
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