Abuelo y abuela, se las saben todas y también tienen la capacidad de decir de un modo diferente y exigir sin que te des cuenta de la exigencia
Por: José Miguel Fernández Nápoles
Creo que la vida me ha premiado muchísimo y sus razones tendrá, porque no creo en las casualidades.
Una de las más valiosas herramientas para sembrar en el surco de mi existencia fueron mis dos padres y dos madres, porque nací y me crié en la casa de mis abuelos paternos.
Los abuelos son padres con el mismo amor y más paciencia, más sabiduría, más tiempo para los nietos.
Mientras cocinaba con su delantal eterno, el moño recogido y una dulzura mágica, mi abuela me dejaba poner los taburetes de la cocina en fila simulando una guagua, de la que yo era conductor con un plato de aluminio en las manos para que mi fantasía de niño se alimentara.
-Pare en firme, me decía, que voy a bajar.
Y me hacía el juego del personaje en la función de teatro que luego representamos toda la vida.
Cierta vez, ya adolescente, mi padre me pilló fumando y me impuso un castigo que consistía en no salir a la calle una semana.
Como estaba incluido un domingo, mi abuelo se compadeció y me llevó a pescar al río. Dios y yo sabemos cuánto se lo agradecí, porque me encantaba ir a pescar con él y mucho más levantando la penitencia.
No está bien que fumes, me dijo por el camino. Tal vez cuando seas mayor podrás hacerlo sin que nadie te lo prohíba, pero tienes que esperar ese momento.
Me hizo un carro con ruedas de madera recubiertas con gomas de un tractor, que para redondear aquello fue una odisea.
Con un serrote que tenía dos mangos, serruchó un tronco bastante grande y yo por el otro lado, dejando que volara la fantasía y sintiendo su inmenso cariño en cada empujón que daba con aquella pesada herramienta para moldear las ruedas.
¡Una semana en aquella faena!
Lo vi llorar por primera vez cuando se fue su compañera de toda la vida y se le escapó, creo yo, cuando regresamos del cementerio, que jamás la había visto desnuda.
Me quedé de un palmo, hasta que mucho después entendí que era una forma diferente de ver la vida.
En mi temprana juventud, cuando tuve mi primera relación de pareja que parecía ir en serio y como solía ocurrir, mis padres no estaban muy de acuerdo.
A los padres casi ninguna mujer les parecía apropiada para hacer compañía al faraón de sus corazones y se sentían con todo el derecho de dar opiniones y en muchos casos, casi órdenes.
El abuelo me pidió que lo acompañara la mañana siguiente a una conversación donde se trató el tema y enseguida supe que quería decirme algo a solas.
No dejes que nadie decida por ti las cosas importantes de la vida, para que al final puedas tener la satisfacción de tus logros o las lecciones por tus errores.
Con respeto hazle saber a tus padres lo que tu corazón decida, porque ellos quieren lo mejor para ti, pero puede que estén equivocados.
Y muy pocas veces lo vi enfadado, siempre tenía a la vista una sonrisa y una broma cuando hablaba y se tomaba la vida con desenfado, con una predisposición a la ingenuidad, a que cada mañana le trajera cosas nuevas.
No lo vi nunca pegar ese martillazo de juez para sellar un asunto, no se consideraba dueño de ninguna verdad y a la vez, se veía confiado y seguro en su fluir por la vida hasta el último minuto.
Seguramente sin proponérselo, o tal vez sí, tuve en mi padre mayor uno de los grandes maestros de mi vida.