A casi año y medio de decretada la COVID-19 en Cuba, el personal médico y de Enfermería continúa siendo clave para la prevención y el manejo de la enfermedad.
No es cierto, como aseguran algunos, que la misión les tocó por azar, que no es preciso alabarlos tanto, porque, de haberle correspondido, cualquiera en su lugar habría hecho lo mismo. Todo profesional debidamente formado, mientras se mueva dentro de la rama en la que es especialista, podrá descifrar los más complejos crucigramas en esa materia, pero convengamos en que cuando se trata de preservar la vida nadie les pone un pie delante. Y la vida, admitámoslo, es lo primero.
Los médicos y el personal de Enfermería son, a no dudarlo ni por un segundo, los héroes de esta epopeya que comenzó en el mundo a finales del 2019 y que en Cuba se hizo presente, justamente por la provincia de Sancti Spíritus, el 11 de marzo del 2020. Desde entonces y hasta la fecha muchísimas han sido las mentes y las manos que se han puesto en función de prevenir, tratar y contener la enfermedad, provocada por un virus que se propaga casi a la velocidad de la luz y que ha traído al archipiélago tantos contagios y muertes como jamás imaginamos.
Sin embargo, cada uno de esos disímiles empeños ha estado signado por el saber del personal de batas blancas, porque es el que se preparó a lo largo de sus permanentes estudios y de la práctica a que los ha enfrentado la vida, para llevar a cabo esta misión salvadora.
¿Cómo tendrían lugar las pesquisas barriales para detectar posibles sospechosos o enfermos, si no fuera por el conocimiento de quienes las realizan o asesoran? ¿De qué forma se asumiría, sin los médicos y los enfermeros, el quehacer en puntos fronterizos para el control del personal que se mueve entre un territorio y otro? ¿Cuál sería el destino de quienes ocupan los centros de aislamiento, si no hubiera detrás quien defina la conducta hacia cada individuo en cada momento? ¿Qué nos haríamos con hospitales sin personas que sepan trabajar en ellos?
Cuesta trabajo imaginarlo. Suprimir del panorama creado a partir de la incidencia del virus SARS-CoV-2, aunque sea tan solo en la mente, el quehacer de este glorioso ejército de hombres y mujeres —ellas, dicho sea de paso, representan el 70.3 por ciento de los trabajadores del sector de la Salud en todo el país— sería como despojar de alma y corazón a un ente vivo. Y ello no significa dar por sentado que todo cuanto hacen resulta exactamente como cabría esperar, porque se trata de una enfermedad sin precedentes, cuyo tratamiento y cura se ha debido aprender sobre la marcha en cada una de las naciones, ya que puede presentarse de un modo aquí y de otro allá.
Como nunca antes, ellos han debido redoblar sus esfuerzos y multiplicarse, debido a la reducción, en algunos lugares, del personal que en el nivel de atención primaria y hasta en Zona Roja presta sus servicios, porque otros colegas enfermaron o, en el peor de los casos, resultaron víctimas mortales del virus. A esta realidad, dolorosa y nueva para todos, se suma otra bien conocida, pero agudizada de manera cruel debido a las presiones derivadas del bloqueo económico, comercial y financiero al país por parte del Gobierno de los Estados Unidos, que, unidas a una economía de sobrevivencia por los cuantiosos recursos invertidos en la pandemia durante casi año y medio, acrecientan limitaciones y carencias.
La consagración al fin supremo de salvar a las personas de todas las edades —recordemos que en algunos lugares de Europa se llegó a plantear la encrucijada de a quién dar preferencia— ha significado para los soldados de la Medicina, sobreponerse a obligaciones personales elementales: sus vidas, su salud, sus familias.
Dejando atrás a hijos muchas veces pequeños, o privándolos de su compañía por largos períodos, en aras de su propia seguridad, “seños” y doctores se han lucido a lo largo de casi 18 meses. No se detuvieron incluso cuando cesaron los aplausos, que en tantas noches de fatiga y estrés —a ellos también el estrés los golpea, aunque lo manifiesten menos— los alentaron y enaltecieron.
No debiéramos clausurar las palmas a la hora que se hizo habitual. No mientras dure este duelo enfilado a pelear por la vida. Jamás será demasiado el elogio, en tanto existan el desvelo y el sacrificio. Y quien dice desvelo por diagnosticar, suministrar un fármaco oportunamente, canalizar una vena, prodigar el oxígeno salvador o reanimar a la hora decisiva dice también administrar una vacuna, o, en el caso de los científicos, procurarla y fabricarla en medio de una carrera contrarreloj.
No en vano José Ángel Portal Miranda, ministro de Salud Pública de Cuba, sostenía el pasado 15 de agosto: “Cada vez que nos parezca que estamos cansados, agotados, sobrepasados por este largo período de pandemia, pensemos en cuánto han entregado nuestros médicos y enfermeras, en los cientos de técnicos que no descansan en los laboratorios, en todo el personal de apoyo, en los jóvenes que han pesquisado en los barrios y han limpiado los pisos en los centros de aislamiento. ¿Ellos están agotados? Sí. Pero no se cansan de luchar por la salud de todos, de sacar el extra, aun cuando se enfrentan a limitaciones de recursos para sanar y salvar vidas”.
Y concluía su reflexión con un llamado no menos relevante: “Entonces, no tenemos derecho a cansarnos y menos a descuidarnos. Honremos el esfuerzo cuidándolos, poniéndonos y poniéndolos a salvo”.
Tomada de Escambray
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