En las zonas de campo, antes el único medio de transporte existente era el caballo, cuando caía la noche, los cuentos entre lámparas de petróleo o carburo eran acerca de muertos y aparecidos y ojo con chistar si en medio del tembleque nuestros padres nos enviaban a algún mandadito fuera de lo común
Por: José Miguel Fernández Nápoles, tomado del grupo de Facebook Gente de Santa Lucía
Mi papá tenía un caballo que ya estaba viejo, pero aún utilizaba para ir a trabajar de partidario a una finca por la zona de Cuatro Esquinas.
Pocas cosas me hacían tanta ilusión como montar a caballo cuando era niño y siempre le estaba dando la lata a mi viejo para que me dejara montar solo, porque al anca no me gustaba.
Como era con un paño y sin montura, había que tener habilidad, sino podrías tener un aterrizaje forzoso en cualquier momento y por esa razón no me dejaban casi nunca.
Pero resulta que cierto día, mi viejo había amarrado su medio de transporte cerca del cementerio de Santa Lucía, porque crecía por allí una yerba guinea, que según dicen los campesinos, es muy buena para las bestias.
Pues quien les cuenta que se le ocurre mandarme a buscar el caballo un domingo por la tarde, pero ¡ah pequeño e insignificante detalle!: ya estaba al caer la noche y a los nueve años aproximadamente, le tenía pánico al cementerio y sus muertos.
Creo que el viejo quería hacer de mí un “hombre macho, varón masculino” y por eso me dijo que llevara el paño y viniera montando, a ver si ese premio me animaba.
Cuando iba llegando a donde estaba amarrado el penco, estaba erizado como un gato, mirando un panteón que sobresalía por encima del muro y era una imagen que me sobrecogía especialmente.
Ya cerca de alcanzar la estaca donde estaba atado mi trofeo de batalla, sentí un ruido como si alguien me llamara (sshiii, sshiii).
Luego supe que son unos bichos parecidos a los grillos que les llaman chicharras y estaban por allí por la vegetación aquella.
¡Mira Tú!
No sé cuál es el actual récord de velocidad en cien metros con obstáculos, pero les aseguro que salí de allí como una bala por tronera, brinqué una cerca, solté el paño de montar en la estampida y llegué a casa con tres varas de lengua afuera y el corazón que se quería salir del pecho.
Tuve que volver acompañado de mi papá, porque era una época en que lo que dijera el viejo iba a misa, y él quería forjar un hombre valiente que no le tuviera miedo al cementerio ni a los muertos, y sólo ahora, que han pasado tantos años de aquello, por fin me voy dando cuenta que hay más peligros en aglomeraciones de vivos, que de muertos.