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Estampas de un barrio espirituano a mediados de diciembre

¿Cómo se vive en las cuadras y repartos de Sancti Spíritus la disminución ostensible de los molestos apagones?. Estampas de un barrio espirituano a mediados de diciembre

diciembre

“Amiga, estoy al quitar el catao yo misma: tocaba apagón a las 2:00 p. m. y todavía no se me ha ido, ¡qué zozobra!”, me escribía en la segunda mitad de agosto pasado Marcia, la amiga de mi infancia radicada en Fomento desde hace varias décadas.

Me dio risa, pero la comprendí, porque igual nos pasaba a muchos. Estuvo largo tiempo dependiendo de los partes de la Empresa Eléctrica Provincial que yo le enviaba, extraídos del canal de Telegram, y lo mismo me saludaba con un: “UNE, ¿a qué hora nos toca hoy?”, que con un: “Para mí que la cosa ha mejorado, anoche no la quitaron”, o un: “Me despertaron el calor y los mosquitos, aquí estoy halándome los pelos”.

Ya Marcia, con quien me comunico vía WhatsApp, accede al citado canal y conozco menos sus pormenores, aunque seguimos en contacto.

Desde ese propio municipio he leído en estos angustiantes meses de apagones otros reportes, sobre todo en Facebook. Los más ilustrativos, de Pedro de Jesús, escritor y lingüista renombrado que se reparte entre dos temas principales: el uso del idioma en los medios de comunicación y carencias eléctricas, y los efectos de estas últimas en su vida doméstica, marcada por el cuidado de su anciana madre y por la necesidad de investigar y crear.

Pedro es un banquete. De cuando en cuando ha publicado fotos de su atuendo para intentar evadir los mosquitos y otros insectos de nomenclatura aún indefinida. Suele levantar estelas de opiniones e instaurar polémicas a partir de criterios muy bien fundamentados, porque, eso sí, se documenta exhaustivamente antes de lanzar un criterio al ruedo digital.

Pero los ecos más cercanos relativos a apagones me han llegado en todo este tiempo de oscuridades forzosas desde el balcón de enfrente, o desde los bajos de la casa de Violeta, la hija de Iderico Gerabelt. Hay dos Violeta en mi minúscula cuadra y ambas viven en casas colindantes.

Sin esta Violeta el vecindario no es lo mismo. Cuando me mudé aquí cuatro años atrás reinaba el silencio; ella no estaba en su domicilio. Regresó hace un año y los despertares se adelantaron, las comunicaciones empezaron a llegar en más alta voz y las conversaciones hogareñas, a trascender de la puerta hacia afuera.

Con todo y su bulla proverbial, Violeta viene siendo algo así como la alegría de la cuadra. “¡Que viva el apagón, que viva el ahorro!”, exclama, risueña, justo cuando los cables eléctricos del circuito pierden la energía. Suele sentarse en los bajos de mi escalera y ahí pasar la sobremesa en mediodías de calor. En las noches a oscuras, mientras me vence el sueño, la escucho desde su puerta, espantando mosquitos y bromeando con los demás vecinos que continúan allí, en vela.

En los últimos dos meses apenas se ha escuchado al cascabel vocinglero —así me atrevería a definirla—; al parecer un dengue mal atendido le afectó el hígado y los riñones, y ya nadie me preguntaba, justo cuando se hacía la luz: “¿Y ahora cuándo la quitan otra vez?”. En tales casos, que se repetían a diario, solía responderle yo: “Violeta, mi’ja, alégrate de que llegó y no te angusties por el próximo apagón, que ese está asegurado”.

Acudo al tiempo pretérito, porque hace más de una semana desde que la situación energética del país mejoró y las interrupciones eléctricas mermaron significativamente. Alegría colectiva, dedos cruzados y esperanzas cautelosas, con visos de inseguridad.

Ayer nuevamente Violeta salió al balcón y conversó en una voz que se parece a la suya; ya se sienta, a veces, en el umbral de la casa paterna. Va mejorando. Le dije, jocosa, que ella está conectada al Sistema Eléctrico Nacional y por eso su salud se estabiliza. También le alcancé apuntes sobre algunos remedios naturales, extraídos de Internet, para desintoxicar su hígado.

Por ahora nos mantenemos a la espera de que, tal y como se anunció un tiempo atrás, diciembre marque de verdad el fin de este capítulo duro en la vida de los cubanos, otro más de los muchos que nos ha tocado en suerte vivir.

Ya no se escucha el coro a nivel de barrio: “¡Tomaaaa!”, siempre que se apagaban los televisores, ventiladores y refrigeradores. O el: “¡Al fiiiin!”, a cualquier hora de la noche.

Ahora, durante todo el día continúan escuchándose, eso sí, los anuncios y pregones de los (re)vendedores de todo tipo de cosas, con precios cada vez más altos y en los más variopintos tonos.

Mientras la vecina vocinglera de enfrente recupera del todo la intensidad sonora de sus exclamaciones, me deleito con otras no menos sui géneris que clasifican entre lo jocoso y lo inoportuno, sobre todo si son cuando aún el barrio duerme. “¡Me voyyyyyy!”, vocifera el mulato bajito que hace las veces de mensajero de varias vecinas, al tiempo que empuja una carretilla cuyos chirridos compiten con sus cuerdas vocales. Pero no se va, sigue allí, repetitivo, durante minutos y más minutos.

Así de pintoresca se ha tornado nuestra vida cotidiana desde el verano de 2022, cuando nos hemos visto obligados a evocar un período especial al que, efectivamente, jamás se le decretó el cese.

Risas, bromas, dolores, lamentos, alegrías, esperanzas, solidaridad y cooperación entre unos y otros. Esos siguen siendo nuestros leitmotiv. Ojalá que todo siga mejorando o, mejor, que todos los problemas se solucionen. Ojalá, aunque sería de ilusos imaginar aquí una existencia sin tropiezos, por todas las razones que conocemos. Como dice cierto cuento: ya estamos acostumbrados. Como solemos decir también, no sin razón: siempre salimos a flote. 

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