No hay amor más grande que el de una madre por sus hijos, hacia esos seres que forman parte de ellas nueve meses…toda la vida.
Mueven montañas, se arriesgan, anteponen a sus necesidades las de sus pequeños, dan su vida por ellos, en el sentido figurado de la palabra y muchas veces en el literal también.
Aún no he tenido el privilegio de engendrar a otro ser humano, pero pienso y repienso qué tan a la altura estaré de tal responsabilidad una vez me llegue el momento. Hoy fue uno de esos días, de esos que te pone la vida delante y compruebas que no hay límites para una madre.
La ciencia del amor, que también sana
Ana Yessica Sánchez debe acumular 30 y tantos años. Llegó hasta nosotros con andar cansado, pero emanando una energía que solo transmitía cosas buenas. La acompañaba una versión en miniatura de ella. Sus rostros casi cubiertos le daban protagonismo a sus ojos, esos denominados por muchos las ventanas del alma, y yo puedo decir que logré sentir las de ellas.
Las acompañamos hasta la ambulancia que esperaba para llevarlas a casa. Ya son 15 largos días sin los cariños de papá, el apoyo en forma de abrazo del esposo, la comodidad del hogar, las travesuras de Bella (el integrante peludo y perruno de la familia), sin los juegos con los vecinitos.
Analía Cabrera Sánchez y su mamá, vivieron sus últimas dos semanas en una de las salas del hospital León Cuervo Rubio de Pinar del Río. Hasta allí fueron trasladadas luego de recibir la peor noticia.
El 27 de marzo el parte ya acostumbrado del Ministerio de Salud Pública confirmaba a una ciudadana cubana de siete años, del municipio Pinar del Río, como la paciente número 71 diagnosticada con COVID-19, la primera niña de la provincia.
El dolor más grande
Fuerte dolor en la nuca o la sien, a veces en forma de punzada, náuseas, sensación de mareo, dolor en el pecho. Todos síntomas definidos por la medicina, como los que puede presentar una persona con tensión alta.
Ana Yessica los puede haber sentido todos, quizás solo uno. Su presión se desestabilizó desde la confirmación de que su pequeñita, esa que siente como una parte de ella, la más importante quizás, estaba enferma y no de un padecimiento simple, sino de un virus que azota al mundo, declarado pandemia por la OMS, para el cual no hay vacunas ni cura.
Al hablar de ese momento se le entrecorta la voz. Por una milésima de segundo se quiebra, se lo permite, se lo permitimos. Los héroes, y ella lo es así como su hija, también tienen sus instantes de debilidad. Es algo humano y hasta valiente dejarnos llevar por los sentimientos.
Durante el resto de la conversación de ambas con los colegas de la prensa que acudimos allí, nos cuentan su agradecimiento a todo el personal de la salud, que las atendió con un cariño aparentemente solo destinado a las personas unidas por la sangre; pero hay un vínculo entre todos, igual de grande, y es el de la lucha por la vida.
“Gracias a todos los que ayudaron a que mi hija y yo saliéramos adelante”.
Recuerdan al doctor Alejandro quien no solo llegaba con inyecciones que a Analía no le gustaban mucho, sino con juegos divertidos. A las enfermeras y doctoras que chequearon cada segundo la presión de la mamá. A la “seño” de la limpieza, quien garantizó la pulcritud imprescindible de la sala.
Y vuelven a agradecer, esta vez a la Revolución por darles la posibilidad de disfrutar de un sistema de salud, comparable con los de países del primer mundo, en el que las vidas humanas son la prioridad. Y a Dios, porque ateos o creyentes, todos apelamos a ese poder divino cuando el camino se tuerce y nos vemos incapaces de salir adelante solos.
Nada mejor que volver a casa…
En la tarde de este sábado madre e hija recibieron la alegría anhelada por ambas: el regreso a casa. Es ella el segundo caso y la primera niña dada de alta clínica en Pinar. Una campeona de siete años que miró a la cara del coronavirus, con unos ojos traviesos y ávidos de conocer y vivir, y le dijo no.
Quedan atrás los medicamentos fuertes e inyecciones dolorosas para la pequeña, quien en alguna ocasión, rendida a su carácter de infante, se negó a recibirlos.
También las rutinas agotadoras para mamá de tener que cambiarse cada tres horas de ropa, nasobuco, las sábanas, lavarse constantemente las manos con jabón e hipoclorito de sodio y quizás lo más doloroso: tener que negarse en ocasiones a los abrazos de su niña; porque por esos sucesos milagrosos a los que nunca le encontramos explicación, Ana Jessica siempre dio negativa a las pruebas de la COVID-19, por más contacto que tuvo con su pequeña.
Aunque las medidas higiénicas no quedan atrás del todo. En su casa permanecerán durante 14 días más, sin contacto con otras personas ni recibir visitas, continuarán con el lavado de manos y el tratamiento para Analía.
Pero lo harán gustosas, con la felicidad que hoy las inunda por el retorno a su hogar y el conocimiento de cuan necesario resulta para no volverse a contagiar. Una vez finalizado ese período, la niña será dada de alta epidemiológica y los días en que una enfermedad mortal se apoderó de ella, serán solo un mal recuerdo.
Antes de despedirse nos habló de sus amiguitos de la escuela que extraña tanto, de lo mucho que disfruta estudiar y aconseja a todos, con palabras de niña, a cumplir con las medidas orientadas “para que el coronavirus se vaya y podamos todos salir de nuevo a jugar”.
Miedos, agradecimientos, amor…
Llegué hasta allí con miedo, negarlo sería una mentira enorme. Miedo por mí y mi familia, porque la COVID-19 es silenciosa, se escabulle y camufla en la aparente normalidad de que “no pasa nada”.
Pero miedo fue lo único que no sentí al salir. Me invadió un agradecimiento tal que habría querido ir repartiendo abrazos por doquier, a todos los que de una forma u otra batallan contra esta pandemia, pero la sensatez me obliga a guardarlos para más tarde, cuando todo esto pase.
Se apoderó también de mí el orgullo. Orgullo sincero, alejado de consignas y maneras de decir, por mi país, por la manera en que han sabido gestionar esta crisis que nos aleja, afortunadamente, de terroríficos escenarios como los que vive Nueva York, Guayaquil, Madrid, Lombardía.
Y vino hasta mí la imagen de mi madre. Recordé sus ojos, su mirada tierna, su transformación en leona ante la presencia de algún peligro para mí, su ilimitado amor que siento hoy, aun cuando su presencia física ya no me acompaña. Ella fue y será mi valiente; como lo es Ana Jessica para su niña.
Me fui de allí con dos certezas: la salud cubana es grande, merece esos aplausos desde las 9 que seguiré dando hasta dolerme las palmas; y el amor de madre es milagroso, reparador y victorioso. Juntos ganarán esta batalla. Juntos lo lograremos, no tengo la más mínima duda de ello.
(Tomado de Guerrillero)