Por: José Miguel Fernández Nápoles
Partiendo de la finca de Los Miguelones, río arriba, teníamos muy claro que había tres pozas e igual de requisitos.
Los culi cagaos, como yo, que en aquel entonces no levantaba dos cuartas del suelo, flaco y flojo, teníamos que ir a la poza del tejar, era un charco bajito y nos daba por el pecho a la mayoría.
Poseía una buena barranca donde conseguíamos deslizarnos con yaguas y el tronco de una palma hacía de trampolín. Ahí se podía jugar al caimán bobo, el cual consistía en llegar zambullido a una piedra, que era la base, sin que «el quedao» te tocara la cabeza, o te quedabas tú.
Un poco más arriba, justo detrás del Pulguero, estaba la poza del Niño Pérez, tampoco era muy honda, pero tenía una piedra inmensa, desde donde uno podía echar una carrerita y lanzarse de cabeza.
A esa, no iba mucho, porque estaba manicheada, por algunos abusadores que lo mismo te escondían la ropa (un short y unos tenis, como mucho) o te agarraban entre dos o tres y le metían a uno la cabeza bajo el agua hasta que estaba a punto de ahogarse.
Pero la de más categoría sin dudas, era la poza de Panchito María, se llamaba así por el dueño de la finca donde estaba. En ella no se daba pié e iban a bañarse «los grandes». Yo apenas sabía nadar, y además había que respetar, porque cada cual sabía cuál era su sitio y era de mal gusto que un culi cagao fuera a la poza honda a estar molestando por allí.
Pero siempre me gustó el dulce néctar de lo prohibido, un día me animé con otro amigo y nos fuimos a la poza de Panchito María a ver como los grandes, se lanzaban de unos travesaños que hacían de dos gajos de puma rosa los cuales sobresalían hacia el charco, en la barranca.
Yo embelesado mirando el espectáculo, cuando se acercaron por detrás un par de hombrones de aquellos y uno me agarró por los pies y otro por los brazos, hicieron un balance y me lanzaron de culo al medio de la poza por la parte más honda.
Ustedes seguramente ya se habrán dado cuenta, obviamente porque lo estoy contando, salí de allí, como un gato al que tiran al agua, con los ojos como platos y el corazón como un caballo al galope.
Eso me pasó por ir sin salvoconducto a la poza de los grandes.