sábado, noviembre 23El Sonido de la Comunidad
Shadow

A propósito del cambio de hora

Por: Arturo Manuel Arias Sánchez

Aunque los historiadores afirman que el hombre (¡y la mujer también!) es hijo de su tiempo, la verdad, pésele a quien le pese, es que solo sabe malgastarlo (¡y aquella también!); domeñar la cuarta dimensión apenas ha sido posible en novelas[1] y en películas de ciencia ficción, amén de intentos jurídicos irreales tales como caducidad de los derechos, prescripción de la acción y retroactividad de las normas jurídicas en el tiempo, aparecidos en textos legales[2].

No obstante, el hombre (¡y la mujer, por supuesto!) ha viajado en el tiempo a puro capricho: ofrezco a seguidas dos ejemplos lapidarios.

El primero, el Papa Gregorio XIII, en el Año del Señor de 1582, propulsó con su bula pontificia un salto sin precedentes, cuando adelantó el tiempo en diez días, hazaña no superada hasta el de hoy; el segundo, más ordinario y modesto, ocurre par de veces en el calendario occidental, en numerosos países, el nuestro incluido: adelantar o atrasar la hora, según los vaivenes de los equinoccios y el ahorro energético.

¿Qué consecuencias, en muchos órdenes de la vida social, provoca el último de los caprichos con la cuarta dimensión?

Uno de ellos es el nacimiento de un bebé o la muerte de cualquier persona en la encrucijada de la mutación horaria.

Si tales fenómenos biológicos acontecen en la hora exacta del ajuste horario, entonces el neonato venido al ámbito extrauterino a la una de la madrugada, nació, según este capricho, a las doce de la noche del nuevo día (¡menos mal que en el mismo día!); pero con el deceso de la persona ocurrido a la una de la madrugada, en verdad se registrará en su certificación de defunción como ocurrido a las doce de la noche; razones por las cuales tales hechos naturales, con el adelanto de una hora de los relojes, confirmaría que el recién nacido ya llevaba fuera del claustro materno una hora antes de ser alumbrado por su progenitora (¿qué diría el célebre Próculo[3] ante este hecho consumado?); en tanto que el difunto ya llevaba una hora de fallecido cuando certifiquen  su cronos de partida para el postrer viaje.

A propósito de la muerte, he aquí otro entresijo horario.

El condolientes que muestra su fingido pésame a los familiares del fallecido en horas relativamente tardías de la noche, vale decir, a las diez u once cuando aquella ya cursaba, con el adelanto de las manecillas de los relojes, ahora puede retirarse satisfecho, con el deber cumplido, en horas de la madrugada, digamos que a la una; en tanto que, si los simulados pésames se rinden con el atraso de las agujillas del cronómetro, el oferente, entonces, con las primeras doce campanadas retumbantes en la lúgubre noche, se despedirá de los concurrentes y los sufridos parientes, si lo hace, sin aguardar por el atraso horario.

¡Al fin!Veamos su repercusión en el horario de trabajo y su remuneración.

Para el trabajador asalariado, del sector estatal o del empleo informal, el cambio de hora genera un alargamiento de su jornada de trabajo (o su acortamiento, según el caso), dinámica que repercute en la remuneración salarial de esa hora de más (o de menos), cuyo fundamento legal es el Código de Trabajo, asentado en el principio de pago por tiempo real laborado.

En la práctica, los trabajadores que laboran bajo la categoría ocupacional de operarios (u obreros), cuya forma de pago es la tarifa horaria, no reclaman esa hora adicional (parece que para que no les descuenten la que decrece con el otro ajuste horario), en tanto que, para los empleadores, el cambio horario es inocuo y omiso, como también para los sueldistas y los acogidos al rendimiento.

¡Veleidades del viejo dios Cronos!

Pero dejemos estos entuertos históricos y sociales a un lado y concluyamos la narración con esta frase cervantina, muy a propósito:

El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan[4].


[1] La máquina del tiempo del escritor británico Herbert George Wells.

[2] Artículos 112, 125 del Código Civil y 3.2 del Código Penal cubanos.

[3] Notable jurista de la antigua Roma quien sostenía que el recién nacido, para ser considerado vivo, debía, además de nacer vivo, ser viable y emitir un primer vagido.

[4] Frase contenida en la carta que, cuatro días antes de su muerte, el autor del Quijote envía a su protector, el conde de Lemos.

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