Por: José Miguel Fernández Nápoles
Hay días que al despertar, durante esos maravillosos segundos que no se quien soy, esos instantes mágicos en que parece que Mamá me ha llamado para ir a la escuela y está por allí trajinando en la cocina, con su sonrisa inagotable, preparando un vaso de leche con un chorro de café caliente y un pedazo de pan, «vamos perezoso» me decía, que la novia te está esperando. Son esos momentos que un escultor grabó en mis recuerdos con aquella luz que abundaba en las mañanas, la inocencia sin preocupaciones y el ladrido de los perros.
Y me quedo despabilado un momento, gozando el misterioso descubrimiento de que estoy vivo, de que respiro y amo.
Entonces se me antoja que estoy en el camino de regreso a casa, con la emoción palpitante de que escucharé en unos minutos, cuando me acerque a la ventana del cuarto, en plena madrugada, la pregunta del viejo, ¿Eres Tú mijo?. Y el frescor de las arboledas, el tesoro de tumbar unos mangos y pelarlos a puros mordiscos, sintiendo el dulzor garganta abajo.
En esos segundos que uno vuelve, quien sabe desde donde, que aún no se han puesto en ejecución todas las aplicaciones, en esos segundos que el tiempo no tiene sentido, en que aún no han entrado a la habitación las preocupaciones y los miedos, en esos instantes en que SOY y después no caben adjetivos, percibo que estoy volviendo a casa, que se está acabando el peregrinaje por esas mentiras del mundo, intuyo que regreso con los míos, que a la vez somos todos, a ese hogar de donde nunca me había ido.