Aunque los historiadores afirman que el hombre (¡y la mujer también!) es hijo de su tiempo, la verdad, pésele a quien le pese, es que solo sabe malgastarlo (¡y aquella también!); domeñar la cuarta dimensión apenas ha sido posible en novelas y en películas de ciencia ficción, amén de intentos jurídicos irreales tales como caducidad, prescripción y retroactividad del tiempo, aparecidos en textos legales.
No obstante, el hombre (¡y la mujer, por supuesto!) ha viajado en el tiempo a puro capricho: sólo dos ejemplos lapidarios.
El primero, lo reitero, el Papa Gregorio XIII, en el Año del Señor de 1582, propulsó con su bula pontificia un salto sin precedentes, cuando adelantó el tiempo en diez días, hazaña no superada hasta el de hoy; el segundo, más ordinario y modesto, ocurre par de veces en el calendario occidental, en numerosos países: adelantar o atrasar la hora, según los vaivenes de los equinoccios y el ahorro energético.
¿Qué consecuencias, en muchos órdenes de la vida social, provoca el último de los caprichos con la cuarta dimensión?
Veamos su repercusión en el horario de trabajo y su remuneración.