El enfermero espirituano Lester Cabrera, que atravesó el Atlántico para combatir la epidemia y salió ileso, allá en Italia, acaba de morir en Sancti Spíritus librando la misma guerra.
Todavía me parece tenerlo delante: los ojos avivándosele por encima del nasobuco mientras narraba las peripecias de los médicos cubanos durante aquellos días en Turín, la piel que se le ponía de gallina con tan solo mencionar a sus pequeños hijos gemelos y el orgullo que no podía disimular cuando contaba que ni en aquella ciudad italiana —adonde llegó como parte de la Brigada Henry Reeve para enfrentar la pandemia de la COVID-19— ni en la ambulancia del Sistema Integrado de Urgencias Médicas (SIUM), donde laboraba, se le había muerto un paciente.
Lester Cabrera Chávez era no solo el enfermero del SIUM, el experto en cuidados intensivos, el licenciado en Enfermería con más de dos décadas de experiencia; era, además, el hombre de estatura baja, pero con una talla extra de solidaridad. Y lo supe justamente aquel primero de septiembre del 2020 cuando la entrevista fue el pretexto para saber que bastó una llamada para enrolarse en aquella batalla por la vida.
Antes de Turín había cumplido otras misiones internacionalistas; mas, en Italia con apenas una treintena de colegas cubanos levantaría en los otrora talleres de locomotoras un hospital de campaña, batallaría en aquella improvisada sala de Terapia Intensiva para no cejar ante la COVID-19 y se ganaría el afecto de los profesionales de otros países que aprendieron muchísimo, como mismo dijo, de los cubanos.
En la sala de su casa entonces me confesaría luego: “Nosotros somos guerreros de la salud y aunque tengas miedo hay que hacerlo. Lo que hay que tener mucha preocupación, porque dejamos en casa a la familia, los hijos y siempre te cae esa cosita en el pecho de que la familia es lo primero, por eso te cuidas y te preservas”.
No podía quedarse de brazos cruzados. Por eso, y por esa vocación humanista casi genética, iría meses más tarde a enfrentar la pandemia en la República Bolivariana de Venezuela. De regreso a la isla continuaría de cara a los riesgos todos, porque como él mismo dijera durante aquella conversación periodística “lo único que yo sé hacer es salvar vidas y lo seguiré haciendo”.
Y lo dejé suspendido entonces en el abrazo y los besos de sus pequeños hijos y en las fotos de su perfil de Facebook que compartían la felicidad de su boda y en la adrenalina de la ambulancia donde se montaba a deshora para intentar salvar a cualquier paciente.
Hasta el día que lo supe en una sala de hospital contagiado con la COVID-19. Pero una enfermedad no podía doblegar a aquel hombre cuarentón; quien había devuelto la vida a tanta gente no podía morir a causa de la misma pandemia contra la que tanto había luchado. Mas, lo hizo.
La noticia al filo del mediodía de este miércoles nubló el pecho de familiares, amigos, compañeros de trabajo… Y yo que le descubrí la nobleza y el humanismo aquel día de septiembre solo pude recordar lo que me contó: “El árbol de la vida fue una idea de los cubanos. En Turín, afuera del hospital, sembramos un árbol y cada paciente que se iba ponía una cinta blanca, eso fue maravilloso. Negra no hubo ninguna cinta, pues era si había algún fallecido”. Y, justamente hoy, esa cinta negra se ha prendido por él en el corazón de no pocos espirituanos.
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