sábado, noviembre 23El Sonido de la Comunidad

Los dolores de muelas de Perico Pollino y los tratados deshonestos no son historias de viejo

Generalmente, por desgracia, los jóvenes casi nunca hemos dado mucho crédito a las historias de los mayores: Ese viejo dice más mentiras que un caballo a la carrera. Decíamos de adolescentes y dicen muchos todavía.

viejo

Por: José Miguel Fernández Nápoles

Tomado de la página de Facebook “Crónicas de Santa Lucía”

Entonces, misteriosamente, hemos tirado a la basura las perlas de sabiduría de los mayores, y hemos tenido que volver a inventar la rueda.

Hablo en primera persona porque yo no me escapé de creer, cuando era adolescente que mis padres se habían quedado estancados en su época, de la cual no conocía casi nada.

A los quince años tenía un carnet de una organización estudiantil y eso me sirvió para identificar tres generaciones:

Resulta que falleció mi abuela sin haber podido cumplir una promesa que había hecho a la Virgen de la Caridad del Cobre y mi abuelo dijo:

  • Tenemos que ir al Cobre a pagar la promesa.

Y allá fuimos los tres, el abuelo, el viejo y yo en tren, desde Cabaiguán hasta Santiago de Cuba, viaje que comparado con el rover Perseverance de la NASA a Marte en dos mil veintiuno, lo deja chiquito.

En aquella segunda mitad de la década del sesenta, todavía no se había logrado que todos tuviéramos carnet de identidad y entonces, a punto de ir a domar un banco de cualquier parque, exhaustos y hambrientos, nos preguntaron en la recepción de un hotel si teníamos algún documento de identificación.

Ahí mismo saqué mi carnet de estudiante y sirvió.

Aquel incidente me dio a entender que el más listo de los tres era yo, claro y el que más sabía de todas las aristas de la sabiduría humana.

¡Craso error!

Puede que mis viejos no supieran operaciones con quebrados, pero de la vida y de las relaciones humanas, por el tiempo que habían vivido, ¡ay que sí sabían!

Buenos cabezazos que me di por arrogante, por creer que todo son los grados que va venciendo uno en la escuela. Por no escuchar a mis mayores, que no digo obedecer ciegamente, sino escuchar y dejar por un ratico aparcada la soberbia de creernos “más listos”

  • Esto, me gustaría consultarlo con mi padre, dice uno a los treinta.
  • ¡Ojalá mi padre estuviera para preguntarle! nos quejamos a los sesenta.

Pero toda esta introducción es para poner la yagua, antes que caiga la gotera, porque cuando les cuente estas cosas, la mayoría pensarán que es mentira.

Resulta que parece ser que uno de los dentistas de Cabaiguán tenía pocos pacientes, porque en aquella época, la gente, cuando se le caían los dientes de leche, siendo niños, lo tiraban para arriba del tejado pidiendo uno nuevo al ratoncito Pérez, pero si se caía uno de los otros o le salían caries, pues generalmente, tocaba aguantar dolor y en el mejor de los casos, esperar a que las encías se pusieran duras o simplemente comer cosas más blandas.

Pues nadie sabe a ciencia cierta si es verdad o mentira, pero parece ser que el dentista hizo un trato con el médico.

  • Si le dices a los pacientes que tienen que sacarse los dientes, te daré una comisión.

Casi dejan desdentados a los ignorantes campesinos de aquella sitiería.

Quien les cuenta que una tía abuela que padecía hacía años, de unos “ardores insoportables de estómago” fue, una candidata excelente para que el médico le dijera:

  • Señora, tiene que sacarse toda la dentadura.

La ingenua abuela se paró muy dispuesta y le respondió al galeno:

  • ¿Quiere que me la saque ahora mismo?

Y lo que realmente pasaba era que la mujer, era una de las afortunadas que gracias a unas caballerías de tierra que tenía su marido, tenía hacía varios años toda la dentadura postiza.

Allá por El Pulguero vivía un isleño, al cual todos conocían como Perico Pollino y miren si el hombre era de armas tomar que cuentan los que lo conocían bien, que no aguantaba los dolores de muela.

Cuando padecía alguno, buscaba un pedazo de alambre de cobre e iba a mediodía, cuando los campesinos paraban un rato para almorzar, a la casa de tabaco de Juan Santa Cruz y tiraba el alambre por arriba de una barredera. Lo amarraba fuerte por el otro extremo a la muela fatídica y dejaba caer su pesado cuerpo, de modo tal que la muela volaba como Matías Pérez.

Para trancar la hemorragia masticaba y apretaba fuerte una hoja de tabaco y a veces, decía mi abuelo, que se le hinchaba un poco la cara, pero pasados dos o tres días, ya no se acordaba.

Aunque les parezca una auténtica burrada, nos puede dar una idea de la abismal diferencia de la vida entonces a la de ahora, a pesar de que otras cosas eran mejores, pero de esas, hablaremos otro día.

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