Ante la posibilidad de una estafa, se recomienda valorar bien al momento de efectuar determinadas compras el café Gourmet; esta experiencia así lo confirma
Días antes me había entusiasmado al verlo en una tienda; había procurado llevarlo, pero a la hora del pago surgió un imprevisto. En esta ocasión, al regresar de un viaje, inesperadamente vi la oportunidad de, aunque fuera caro, comprarlo en su equivalente en moneda nacional. Hice un cálculo rápido y me arrojó que serían unos pocos pesos más, pero valdría la pena, me dije.
Empecé a dudar de mi decisión en cuanto vi el polvo: aquel café presumiblemente Gourmet, producido en España según su envase, de intensidad 5 y precioso en la foto, semejaba demasiado a esa mezcla extraña del Hola que se vende, ya no tan regularmente por la llamada canasta básica.
Pero el producto parecía incólume: la caja sellada a más no poder, el cartucho plateado cerrado al vacío, la dificultad para abrirlo…
Dudé de mi percepción visual y apelé a lo que me dirían los demás sentidos: olor, sabor, textura. No me resultó un café como para exclamar de satisfacción. No olía ni sabía a lo que supuestamente era. No era, en suma, un buen café, acaso un Hola “bautizado” con algún otro. Esa fue, repito, mi percepción.
¿Acaso habían adulterado el producto original? Dudé y, luego de mezclarlo con uno mejor, comprado en granos, tostado y molido por mí, lo tomé durante varios días. Luego volví a probarlo solo, solito, como me lo vendieron y el resultado fue el mismo: el café de 1 200 pesos que había comprado como si fuera el que se expende en las tiendas de MLC por un precio de casi 4 dólares, resultaba para mí una estafa.
A estas alturas no puedo afirmar que me estafaron allí donde lo adquirí, porque no tengo pruebas para ello. Apenas puedo, eso sí, asegurar que me siento estafada. Y cuando lo digo tengo muchas razones; la primera, la alerta de cuatro de mis sentidos: vista, tacto, olor y sabor.
Al polvo aquel solo le faltó hablarme, pero no resultó necesario. Habló por él mi experiencia de bebedora habitual e irrenunciable de café, nacida en un municipio serrano y, por demás, cafetalero.
A la memoria acudieron los recuerdos de infancia, adolescencia, juventud, desde las recogidas del grano en las montañas, a las que varias veces acompañé a mi madre cuando niña; los frutos rojos extendidos sobre la superficie junto a la despulpadora, las trillas barriales voluntarias en las que, sobre enormes mesas, desechábamos los granos malos; los tuestes de las abuelas, primero, de mi padre, después, y de Milagros Barzaga, la prima de mi madre que aún allá en Guisa cuela un café retinto; el molido casero y aquel inconfundible olor en la cocina.
Ya no me queda más que una muestra del polvo confuso, que he conservado, por si acaso. Lo mezclé, porque tomarlo solo lejos de proporcionar disfrute provoca irritación. Y decidí alertar a los demás para que no cometan mi error.
Concluí que no tendría caso reclamar una posible adulteración pasado cerca de un mes, pero quise comprobar antes si el café seguía allí, como el dinosaurio, y el lunes 18 de marzo acudí al sitio donde me lo vendieron. En la terminal interprovincial de Sancti Spíritus, en lugar del punto de expendio de una mipyme que lo comercializaba a finales de febrero, había un local vacío.
No sé si alguien más se sintió igual que yo luego de adquirir el mismo café, pero como podría ser que se expendiera en otro punto similar, relato mi experiencia. Si alguien quiere evitarse un disgusto así, salvarse de esa sensación incómoda de haber tirado por el caño una cantidad nada despreciable de dinero, piénselo bien antes de pagar, en un punto de venta dudoso, un café presumiblemente Gourmet, en apariencia extra fuerte.
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